Lo que sucedió cuando dejé de buscar al amor verdadero



Alguna vez me obsesioné con ser feliz y me pareció sensato que una de las formas de encontrar esa felicidad era a través del amor, porque esta era la representación romántica que me habían vendido durante mi niñez con los cuentos de hadas, luego en mi adolescencia alimenté mil ideas erróneas con las telenovelas y más adelante cuando mi corazón se estrenó en los quereres, muchas canciones hicieron parte de la banda sonora de mis propias historias, que no fueron lo que tenía en mente acerca del sentimiento tan idealizado en aquellos tiempos.

Aunque tenía veintitantos años, en el fondo seguía siendo una niña que anhelaba al príncipe azul.

A pesar que mis experiencias no habían sido las más placenteras y eran más los dolores de cabeza que las sonrisas, dentro de mí vivía una criatura ilusa que seguía empecinada en buscar afuera aquel hombre maravilloso, que en algún lugar del mundo me estaba esperando con los brazos abiertos.



Luego de varios intentos fallidos comenzó el cansancio, poco a poco mis matices rosados fueron perdiendo su resplandeciente color e ingenuidad, hasta que me convertí en un personaje ácido, frío y gris. Y sucedió que me hastié de aquellas relaciones que parecían más una lucha por demostrar quien tenía el poder, me hastié de estar con alguien en quien no confiaba, me hastié de los altibajos que incluían gritos y su posterior reconciliación apasionada, me hastíe de intentar cambiar a quien no quiere ser cambiado, me hastié de ese carrusel injusto de querer a quien no me quiso y de despreciar a quien si me quería, me hastié de las indecisiones, me hastié de ser la otra, me hastié de estar con alguien y de sentir que en cualquier momento iba a desaparecer por esa puerta para no volver nunca más. Así que le di la espalda al amor, como si este tuviera la culpa de mis malas decisiones.

Entonces pensé que la felicidad era estar tranquila, que mi corazón sacudido y aporreado necesitaba algo de paz. Por eso busqué el camino de la soledad, bien lejos de los malos tipos y de sus dramas, “pobrecita yo”, era dizque una víctima y por ende no quería estar cerca de lo que me hiciera daño. Aquí fue cuando probé las delicias del sexo sin amor y me volví contrabandista de besos y pasiones, sin despedidas, ni explicaciones, sin celos y sin nada que me atara a la cotidianidad o al dolor, pues llegué a creer que la felicidad era tan efímera y tan intensa como un polvo casual.




Quería ser una vieja ultramoderna, una especie de femme fatale con moral dispersa que vivía el momento y que luego no llamaba al día después. Sin embargo debajo de las sábanas, se escondían toda clase de sentimientos ocultos, como dragón enjaulado esperando por salir. En realidad no era tan libre como lo predicaba, detrás de mi maquillaje recargado se escondían miedos y dolores pasados sin resolver, que en cualquier momento saldrían a cobrarme por aquel olvido e indiferencia intencional. Antes buscaba al amor y ahora le huía, tal vez podría correr muy rápido e irme bien lejos pero no era posible escapar de aquella cita inaplazable que tenía conmigo misma.

Al final no pude encontrar la fórmula mágica para desconectar la cuca del corazón, si lo hubiera hecho tal vez sería millonaria. Y cuando vi que el vacío no se llenaba con el simple coqueteo, cuando los abrazos y el arrunchis de domingo se volvieron objetos de lujo, empecé a extrañar ciertos momentos bonitos de una relación de pareja. No obstante me sentí débil por tener estos pensamientos y me insistía a mí misma que no podía caer de nuevo en los engañosos juegos del amor, pues el ayer me había demostrado con creces las batallas perdidas y que tal vez mi camino era mejor sin compañía permanente.



Con el paso de los años, pude conocer muchas de las posibles caras del prisma del amor. Y aunque la experiencia no me dio la verdad absoluta, si tuve algunos destellos de sabiduría que apliqué a tiempo para sanar viejas disputas y desenredar algunos rollos mentales que daban vueltas como serpiente crispada en mi cabeza.

Entendí que por andar buscando la felicidad afuera, no había tenido tiempo de mirar hacia adentro. Me había empecinado tanto en encontrar al sujeto ideal, pero yo no había hecho nada para convertirme en una mejor persona, quería encontrar al hombre de mi vida y le exigía al destino lo que creía merecer.


Yo estaba obstinada en recibir, cuando era incapaz de dar.

Asimismo dejé al pasado en el lugar que le correspondía, tan cerca como para no olvidar las lecciones aprendidas pero lo suficientemente lejos para que no me agobiara con sus culpas. Como dice el refrán: “El que ama puede estar equivocado de sujeto pero nunca de verbo”.

Mi futuro sentimental dejó de ser importante, al darme cuenta de todo el tiempo valioso que había desperdiciado anhelando lo que no tenía, en vez de aprovechar el presente con lo mucho o lo poco que la vida me estaba dando en esos preciosos instantes. La soltería fue mi elección y dejó de ser una etapa temporal o forzosa mientras esperaba una utopía. Cuando descubrí que yo era el amor de mi vida, el estado civil se volvió secundario y fue más importante mi estado de felicidad. De aquí en adelante empecé a sentirme libre y no porque decidiera con quien acostarme sino porque dejé atrás mis desasosiegos.

Justo cuando había empezado a comprender que el camino es la meta y me sentía llena por dentro y dichosa por fuera, sin buscarlo y sin desearlo, apareció alguien inesperado que estaba dispuesto a romper con mi presumida vocación de soltera empedernida. Cuando le pregunté porque se había tardado tanto, que ya no lo necesitaba y que era feliz sin él, entonces me sonrió con su cara llena de sentimientos y contestó que no podía aparecer antes de tiempo, sino cuando yo hubiera aprendido lo suficiente.

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